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Domingo, 13 de Julio de 2025 Tiempo de lectura:
Reportaje en profundidad

La invasión silenciosa: Europa ante la islamización planificada de su territorio

[Img #28505]Durante décadas, los europeos han contemplado impasibles el avance de una inmigración masiva, mayoritariamente musulmana, que no solo desafía la integración cultural, sino que, según algunos analistas, responde a un proyecto ideológico mucho más profundo: el reemplazo sistemático de los valores, las costumbres y las instituciones de Occidente. 

 

1. Las raíces de un proceso deliberado

 

Un día de mayo de 1993, la periodista francesa Anne Sinclair entrevistaba al rey Hassan II de Marruecos. Las cámaras recogían la calma en su voz mientras, hablando de los inmigrantes musulmanes en Europa, soltaba una frase que pasó desapercibida para muchos, pero que hoy suena como un vaticinio helado: “Nunca serán cien por cien franceses. Eso se lo puedo asegurar.” No era un desprecio improvisado. Era una constatación política. Y quizá algo más.

 

Desde entonces hasta hoy, Europa ha vivido una metamorfosis silenciosa. Las calles, los barrios, las escuelas y hasta los tribunales han empezado a mostrar síntomas de un fenómeno que va mucho más allá de una inmigración económica o de un encuentro de culturas. Hay quien lo llama “convivencia”. Otros, multiculturalismo. Pero una corriente creciente de intelectuales, investigadores y analistas lo ha definido con otro término más inquietante: “ocupación”.

 

En este reportaje nos adentramos en las entrañas de ese diagnóstico. Lo que sigue no es una teoría de café ni una proclama ideológica. Es el retrato incómodo de un proceso que, según voces documentadas, ha sido impulsado por una alianza entre regímenes islámicos, redes de influencia bien financiadas y la dejación voluntaria —o cobarde— de las élites europeas. Todo ello en nombre de una tolerancia mal entendida, una culpa histórica mal digerida y una democracia demasiado confiada.

 

Los datos están ahí. Los documentos también. Lo que falta es la voluntad de mirar.

 

2. Una civilización de reemplazo

 

En el año 2000, cuando el nuevo milenio apenas despuntaba en Europa con promesas de apertura y globalización, en los despachos de la Organización Islámica para la Educación, la Ciencia y la Cultura (ICESCO) se aprobaba en silencio un documento con otra visión de futuro. Su título, anodino, no anticipaba el alcance de sus propósitos: “Estrategia para una acción cultural islámica fuera del mundo árabe”. En él se delineaban los pasos para establecer, en palabras textuales, una “civilización de sustitución” en territorio occidental.

 

¿Utopía? ¿Delirio? ¿Ficción? Nada de eso. El texto proponía una hoja de ruta precisa para islamizar Europa mediante la consolidación de comunidades musulmanas sólidas, conectadas con el mundo islámico global, ancladas en sus tradiciones y doctrinas, y decididas a educar a sus descendientes en los principios del islam… no en los valores del país anfitrión. El objetivo no era convivir, sino transformar.

 

Jean-Frédéric Poisson, político francés y autor del libro El islam a la conquista de Occidente, fue uno de los primeros en denunciar públicamente este plan. Según él, no estamos ante una sucesión de fenómenos espontáneos, sino ante una estrategia coordinada. “Los 57 países de la cooperación islámica, una especie de ONU musulmana, declararon abiertamente su voluntad de instalar en Occidente una civilización islámica”, afirmaba en 2018. Y añadía, sin eufemismos: “Occidente ha dejado de transmitir sus propios principios de civilización. Los musulmanes se sienten legitimados a instalar una verdadera civilización en su lugar.”

 

Lorenzo Vidino, investigador del extremismo islámico en Europa y director del Programa sobre Extremismo de la Universidad George Washington, ha documentado con detalle cómo la organización de los Hermanos Musulmanes en Europa ha renunciado a la violencia directa para infiltrarse en las estructuras democráticas. El nuevo islamismo no lanza bombas: compra voluntades, financia mezquitas, establece ONGs y se posiciona como interlocutor moderado. Pero su objetivo, advierte Vidino, sigue siendo el mismo: aislar a los musulmanes del resto de la sociedad, crear una contra-cultura paralela y, paso a paso, avanzar en la islamización desde dentro.

 

Las formas suaves del islam político, camufladas de integración y tolerancia, resultan incluso más difíciles de enfrentar que las expresiones yihadistas. Son perfectamente legales, actúan bajo el paraguas de la democracia y reciben fondos, paradójicamente, de los mismos gobiernos europeos que pretenden evitar la radicalización.

 

En España, por ejemplo, señala Vidino, muchos municipios han financiado con dinero público organizaciones islamistas bajo el pretexto de “luchar contra la islamofobia”. Y, mientras tanto, se han consolidado estructuras asociativas que canalizan fondos hacia Siria o difunden doctrinas contrarias a la igualdad de género, a la libertad de conciencia o a la convivencia secular.

 

Una sociedad segura de sí misma jamás financiaría a quienes buscan desmontarla desde dentro. Pero Europa, debilitada por décadas de relativismo ético y cultural, cansada de sí misma, parece dispuesta a pagar incluso por su propia rendición.

 

3. El nuevo traje del emperador

 

En la conocida fábula de Andersen, un emperador desfila desnudo ante su pueblo mientras todos aplauden su inexistente atuendo por miedo a parecer ignorantes. Nadie se atreve a decir la verdad. Hasta que un niño, ajeno a las convenciones sociales, grita: “¡Pero si va desnudo!”. Europa está hoy atrapada en la misma escena. Salvo que no hay niños. Solo silencios.

 

Durante décadas, buena parte de las élites políticas, mediáticas e intelectuales del continente han preferido no ver, no nombrar, no pensar. Los barrios gueto se multiplican, las cifras de delincuencia vinculadas a la inmigración crecen, la imposición cultural se hace evidente… y, sin embargo, cualquier intento de denunciar esta realidad es neutralizado con un arsenal de etiquetas insultantes: islamófobo, racista, xenófobo, fascista, ultraderechista.

 

Philippe d’Iribarne, antropólogo y director de investigaciones del CNRS francés, lo explica sin rodeos: el concepto de islamofobia ha sido convertido en un arma ideológica de intimidación, diseñada para silenciar cualquier crítica legítima al islam político. “Disfraza la realidad. Disuade de observar los hechos. Y convierte en herejes a quienes no se dejan seducir por la impostura”, escribió en Le Figaro.

 

Iribarne denuncia que se ha impuesto una lógica delirante: en lugar de examinar críticamente prácticas como el velo integral, la imposibilidad de abandonar el Islam o la desigualdad jurídica entre hombres y mujeres que promueve la sharia, se acusa de intolerancia a quienes lo hacen. “No importa lo que veas: si lo nombras, estás condenado”.

 

Giulio Meotti, periodista italiano y autor de múltiples ensayos sobre el colapso cultural de Europa, va aún más lejos. Para él, el continente atraviesa una fase de autoflagelación civilizatoria. Tras siglos de historia y conquistas democráticas, ahora se abochorna de su pasado y se arrodilla ante cualquier discurso ajeno, por más que ese discurso niegue frontalmente los valores de libertad, igualdad o laicismo.

 

Lo vio con claridad en Londres, cuando la estatua de Churchill fue cubierta para no “ofender” a manifestantes de “Black Lives Matter”. Lo constató en universidades británicas donde se eliminaron autores clásicos blancos para “descolonizar” el temario. Y lo denunció en París, donde jóvenes argelinos convertían una victoria futbolística en una ola de disturbios… mientras los medios lo calificaban como “celebraciones festivas”.

 

Douglas Murray, desde el Reino Unido, añade una nota aún más sombría: “Europa se está suicidando”, escribe en La extraña muerte de Europa. Para él, el continente ha perdido su fe, su identidad y su orgullo. En lugar de defender sus logros —la ciencia, la razón, la libertad— se entrega a una autocrítica destructiva que le impide ver el peligro que avanza. Y ese peligro, dice Murray, “no es otro que la instalación progresiva de una cultura rival, intransigente y expansiva: el islam político”.

 

En este contexto, la corrección política se convierte en una losa. Los medios callan. Las universidades censuran. Los partidos titubean. Y los ciudadanos, desorientados, sienten que algo no encaja, pero temen decirlo. Europa camina desnuda hacia un abismo, mientras los altavoces institucionales siguen aplaudiendo su supuesto traje multicultural.

 

4. Guetos, paro y violencia: la fractura cotidiana

 

No hace falta recorrer mucho para encontrar el síntoma. Está en las banlieues de París, donde la policía evita entrar sin refuerzos. Está en Malmö (Suecia), donde las ambulancias solicitan escolta para cruzar ciertas calles. Está en Molenbeek, Bruselas, cuna y refugio de yihadistas. Está en barrios españoles donde los letreros en árabe compiten con los del idioma local, y donde el velo integral no es la excepción sino la norma.

 

La fractura no es ideológica ni teórica. Es territorial, social y cultural. Las ciudades europeas están llenas de zonas donde el Estado ha desaparecido y se ha instaurado una ley paralela —la ley del clan, del imán, del islam radical—. Los vecinos que antes vivían allí se han ido marchando, despacio, pero sin retorno. Lo llaman “migración blanca”. Y crece.

 

Los datos lo confirman. Según el propio gobierno sueco, solo en 2015 el país acogió a 163.000 refugiados, la mayoría varones jóvenes y musulmanes, en una población de apenas 10 millones. Al año siguiente, las agresiones sexuales se dispararon un 70% y el 58% de los autores eran extranjeros. En Alemania, los delitos sexuales aumentaron un 36% entre 2014 y 2018, y casi dos quintos de los acusados eran inmigrantes recientes.

 

La periodista y activista somalí Ayaan Hirsi Ali, víctima de la mutilación genital y exiliada por sus denuncias contra el Islam, escribió un libro demoledor: Presa. En él afirma que muchos de los recién llegados proceden de culturas donde la mujer no tiene derechos, y que la violencia sexual se ha convertido en una epidemia silenciada en Europa. Las estadísticas, subraya, están maquilladas por gobiernos que temen que la verdad alimente la “islamofobia”.

 

Pero no se trata solo de delitos. La fractura también es económica. En Francia, según datos oficiales, la población musulmana representa un porcentaje desproporcionado en las cifras de desempleo y en el reparto de ayudas sociales. Muchos no trabajan, no estudian, y viven de subsidios en barrios que han replicado las condiciones sociales de los países que abandonaron. La integración es, en demasiados casos, un mito burocrático.

 

En los Países Bajos, las llamadas escuelas gueto albergan a alumnos casi exclusivamente musulmanes, separados del sistema educativo general. En el Reino Unido, la radicalización se extiende por Internet, mezquitas y prisiones, donde la población musulmana está sobrerrepresentada. En Alemania, tras la apertura de fronteras en 2015, se cometieron más de 1.200 agresiones sexuales en una sola Nochevieja. Las víctimas eran alemanas. Los autores, en su mayoría, no lo eran.

 

A todo esto, se suma el riesgo persistente de terrorismo. Desde 2012, Francia ha sido golpeada por una veintena de atentados islamistas con decenas de muertos. En Reino Unido, Bélgica, Alemania y España, la amenaza es permanente. Pero el mayor daño no es el físico, sino el psicológico: vivimos esperando el próximo estallido.

 

El multiculturalismo prometía convivencia. Pero en la práctica ha traído segmentación, miedo y resentimiento. Las sociedades receptoras se sienten invadidas y engañadas. Y muchos de los recién llegados, en lugar de integrarse, se repliegan sobre sí mismos, alimentando discursos de odio contra los valores que les acogieron.

 

Europa, que fue durante siglos modelo de cohesión y ciudadanía, se está convirtiendo en un archipiélago de islas culturales enfrentadas. Y cada una habla un idioma diferente, literal y simbólicamente.

 

5. Las élites del silencio

 

¿Quién permite todo esto? ¿Quién financia, protege, justifica? ¿Quién se beneficia?

 

La respuesta inquietante es: los propios líderes europeos. Políticos
que han preferido mantener la paz social aparente a costa de renunciar a los valores más básicos de la civilización occidental. Gobernantes que han confundido compasión con rendición. Alcaldes, ministros, europarlamentarios, comisarios cobardes que han cedido ante la presión islámica sin presentar batalla. Y muchos, lo han hecho con cálculo electoral.

 

Alejandro Espinosa Solana, autor del reciente libro Hacia una Europa islamizada (SND Editores, 2025), lo deja claro desde las primeras páginas de su reciente trabajo: “la inmigración masiva no es espontánea, es consentida”. Y añade: “las autoridades acomodaticias nacionales y europeas están más interesadas en alcanzar el poder —o mantenerlo— que en defender nuestros valores y nuestra supervivencia”.

 

Los ejemplos son numerosos. En España, partidos de todo el arco parlamentario, pero especialmente de la izquierda, han cultivado relaciones clientelares con asociaciones islámicas a cambio de votos. En Francia, se ha tolerado durante décadas la financiación extranjera de mezquitas por parte de Arabia Saudí y Qatar. En Alemania, Turquía sigue controlando cientos de imanes enviados directamente desde Ankara. En Bruselas, la Comisión Europea ha subvencionado ONGs vinculadas a los Hermanos Musulmanes bajo la excusa de combatir la “islamofobia”.

 

Lorenzo Vidino ha denunciado con nombres y documentos cómo los gobiernos europeos, muchas veces sin saberlo —otras sí—, están inyectando fondos públicos al islamismo más estructurado de Europa. Lo hacen para aparentar que “luchan contra la exclusión” o “fomentan la integración”, pero en realidad están alimentando estructuras políticas que trabajan para aislar a las comunidades musulmanas del resto de la sociedad.

 

Vidino lo explica con crudeza: Te doy el permiso de la mezquita para que apoyes a mi partido y la gente de tu congregación vote por mí.” El islamismo ha entendido perfectamente cómo funciona la democracia europea. Y ha decidido usarla como caballo de Troya. Lo ha conseguido en algunos barrios franceses, donde los candidatos necesitan el apoyo de ciertos líderes religiosos locales para ganar elecciones municipales. Lo ha conseguido en Bruselas, donde el voto musulmán es ya decisivo en distritos enteros. Y empieza a notarse también en España, especialmente en zonas del cinturón metropolitano de las grandes ciudades.

 

¿Y los medios? En su mayoría, cómplices. Más preocupados por no ser tachados de racistas que por contar la verdad. Casi ningún gran periódico europeo se atreve a titular con claridad cuando el autor de un crimen es musulmán. Las televisiones evitan mencionar la religión del atacante. Se ocultan cifras. Se censuran debates. Se sanciona a los discrepantes.

 

Douglas Murray lo advirtió: “El poder, en Europa, ha decidido que la verdad es peligrosa. Y cuando eso ocurre, no hay democracia que pueda sobrevivir.”

 

También la Iglesia, en muchos países, ha preferido el silencio. Más preocupada por no ofender a las nuevas religiones que por defender la suya propia, más centrada en el “diálogo interreligioso” que en advertir de las consecuencias del relativismo. Mientras se cierran parroquias y escasean vocaciones, se construyen mezquitas con financiación exterior, y no pocos obispos miran hacia otro lado.

 

El resultado de esta renuncia es claro: Europa no tiene quien la defienda. Ni sus instituciones, ni sus partidos tradicionales, ni buena parte de su prensa, ni su clero. Solo algunos pocos intelectuales, jueces, periodistas y ciudadanos insumisos se atreven a decir lo evidente.

 

Pero sus voces, aunque lúcidas, siguen siendo marginales. Y el reloj corre.

 

6. España: crónica de una rendición anunciada

 

España fue durante siglos frontera de civilizaciones. Entre Al-Ándalus y la Reconquista, entre cruzadas y expulsiones, entre convivencia y choque. Hoy, en pleno siglo XXI, vuelve a situarse en un punto de inflexión. Pero esta vez, no hay frontera visible ni ejército que asedie. Solo flujos migratorios masivos, discursos de derechos, y una mezcla de indiferencia y ceguera política que está transformando silenciosamente el país.

 

En 1992, apenas había 50.000 marroquíes registrados en España. Veintitrés años después, en 2015, ya eran 750.000. En 2023, según estimaciones actualizadas, los residentes musulmanes superan los dos millones, sin contar los irregulares. La Unión de Comunidades Islámicas de España (UCIDE) ha confirmado este crecimiento exponencial, que no ha venido acompañado de integración real, sino de autosegregación creciente.

 

Ciudades como Ceuta, Melilla, Barcelona, Tarragona, Lleida, Valencia, Almería o Madrid cuentan ya con distritos enteros donde la identidad cultural islámica predomina. Lengua, vestimenta, alimentación, comercio, relaciones sociales: todo tiende a replicar el país de origen. Lo que comenzó como una diáspora se ha convertido, en muchos casos, en una implantación paralela.

 

Alejandro Espinosa Solana lo advierte sin rodeos: “España comienza ahora con una lenta desestabilización económica debida al elevado desempleo y al abuso de ayudas sociales por parte de muchos nuevos pobladores que ni cotizan ni aprenden nuestro idioma”. A esto se suma —dice— “el quebranto del orden y paz sociales a causa de una delincuencia creciente y una radicalización latente”.

 

Los ejemplos se acumulan. Desde los disturbios en Salt (Girona) tras la detención de jóvenes marroquíes armados con machetes, hasta las múltiples operaciones policiales contra células islamistas en barrios periféricos. Desde las escuelas donde niñas acuden veladas por presión familiar, hasta ayuntamientos que subvencionan asociaciones islámicas sin fiscalización ideológica. Todo forma parte de un mismo patrón: avance sin freno, tolerancia sin condiciones, cesión sin resistencia.

 

La educación, como en otros países europeos, está siendo uno de los principales escenarios de conflicto. Profesores coaccionados por familias que exigen contenidos islámicos, alumnos que rechazan asignaturas sobre igualdad de género, y una presión social que impide cualquier crítica al Islam sin riesgo de represalias. Mientras tanto, el sistema calla. O se adapta.

 

El riesgo no es solo cultural. Es institucional. El islamismo moderado, siguiendo la estrategia de los Hermanos Musulmanes, ha comenzado a instalarse en el tejido asociativo español. Se presenta como representante legítimo de toda la comunidad musulmana y exige voz —y poder— en asuntos sociales, educativos y jurídicos. En muchos casos, con la complicidad de una izquierda que ve en ellos una fuente futura de voto fiel.

 

Y mientras tanto, la mayoría de los españoles —ocupados en sobrevivir al día a día— no ve el cuadro completo. O no quiere verlo. Pero cuando abran los ojos, ya no será necesario un gran número para cambiar la dirección del país: bastará con controlar los nudos clave del sistema.

 

Lo que ocurre hoy en barrios concretos será mañana la norma. Si nadie lo impide.

 

Epílogo: el último umbral

 

Hay momentos en la historia en que las civilizaciones no caen por invasiones, sino por abandono. No por la fuerza del enemigo, sino por la debilidad del alma. No por falta de medios, sino por exceso de confort. Este es uno de esos momentos.

 

Europa, la cuna de la libertad moderna, de los derechos humanos, de la razón, del arte y de la ciencia, está caminando sin resistencia hacia su propio eclipse. Lo hace bajo consignas nobles: tolerancia, inclusión, diversidad. Pero esas palabras, vaciadas de su sentido original, se han convertido en la coartada perfecta para una rendición cultural sin condiciones.

 

El islamismo político no necesita tanques ni misiles. Solo necesita tiempo, dinero y silencio. Tiempo para crecer. Dinero para organizarse. Y silencio para avanzar. Y eso es exactamente lo que está encontrando en el corazón de Occidente: una sociedad cansada, culpable y desarmada política, ideológica, cultural y espiritualmente.

 

Mientras tanto, millones de europeos viven atrapados entre el miedo a hablar y el miedo a ser señalados. La corrección política ha reemplazado al pensamiento libre. La verdad ha sido desterrada de los parlamentos, de los medios, de las universidades. La crítica legítima es censurada, el disenso castigado, la denuncia caricaturizada. Y cada día que pasa, el margen para reaccionar se estrecha un poco más.

 

Alejandro Espinosa Solana, en su demoledor diagnóstico, lo resume en una frase tan lúcida como amarga: “Una ocupación paulatina, subversiva e irreversible concebida y alentada por los estados magrebíes.” Y añade: “Nosotros mismos, la sociedad civil, estamos demasiado ocupados para prestar atención a riesgos aparentemente lejanos que legaremos en su apogeo a nuestros hijos y nietos.”

 

Pero no es tarde. Aún no. Todavía hay tiempo para sacudir la hipnosis, para recuperar el valor, para defender —sin complejos ni odio— lo que somos y lo que hemos sido. No se trata de cerrar fronteras con alambre, ni de demonizar religiones. Se trata de recordar quiénes fuimos y quiénes queremos seguir siendo.

 

Europa tiene derecho a proteger su identidad. A exigir integración, no sumisión. A ofrecer libertad, no a regalar el poder. A seguir siendo hogar de la razón crítica, no campo de pruebas del fanatismo.

 

La historia ya nos juzga. La pregunta es si despertaremos a tiempo.

 

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