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La Tribuna del País Vasco
Jueves, 11 de Septiembre de 2025 Tiempo de lectura:

El fuerte resurgir de un racismo antiblanco

El terrible asesinato de Iryna Zarutska, joven refugiada ucraniana asesinada en un vagón de tren ligero en Charlotte (Carolina del Norte), arroja una luz dura sobre un fenómeno que muchos prefieren negar: el racismo antiblanco. Este suceso espeluznante no es sólo la crónica de una vida cortada, sino también el espejo de una sociedad que valora algunas vidas, voces, dolor, indignaciones, y silencios más que otras.

 

Según las informaciones, Iryna trabajaba, vivía con cierta normalidad, huyó del horror de la guerra en Ucrania buscando un refugio de paz, sólo para encontrar en su nuevo hogar una violencia brutal.  Su asesino, Decarlos Brown Jr., hombre negro con historial judicial y problemas documentados de salud mental, le asesta el ataque mientras ella, blanca y europea, regresa a casa tras su turno de trabajo en una piuzzería. Momentos antes del ataque, el asesino profirió amenazas que apuntaban directamente al hecho de que ella era “blanca”. 

 

Pero lo que llama gravemente la atención, y lo que convierte este crimen en algo más que una tragedia individual, es la reacción —o la falta de ella— de los medios de comunicación y de las élites progresistas, así como la manera en que la narrativa pública minimiza o ignora este tipo de hechos dependiendo del perfil racial de víctima y agresor. 

 

El caso Zarutska no aparece de la nada en un vacío. Hay señales que apuntan a un crecimiento del racismo dirigido hacia personas blancas, algo que tradicionalmente ha sido menos visible —y en muchos espacios, poco admitido— en el debate público sobre discriminación y odio.

 

Algunos elementos que conviene tener presentes:

 

1. Silencios y selectividad mediática. Casos similares, cuando las víctimas son negras o pertenecen a minorías racializadas, suelen recibir atención inmediata, cobertura masiva, indignación pública, hashtags virales. En cambio, cuando las víctimas son blancas, con agresores de otras razas, la narración se vuelve local, los medios grandes no cubren —y si lo hacen, lo hacen más tarde o con menos énfasis. Medios como NYT, CNN, BBC, entre otros, permanecieron callados al principio del caso Zarutska.
 

2. Narrativas dominantes y “victimización diferencial”. Cuando el discurso público se fija en el “racismo sistémico” o en la “discriminación estructural”, y estos conceptos tienden a aplicarse predominantemente a situaciones en que quienes sufren son personas racializadas, se va consolidando una percepción de que ciertos tipos de sufrimiento valen más —o importan más— que otros. Esto no quiere decir que esas opresiones no existan ni deban denunciarse; al contrario, lo que reclama este nuevo análisis es que también se reconozcan todas las formas de odio, incluyendo las que se experimentan por quienes antes han sido ubicados culturalmente como los “privilegiados”.

 

3. La demonización de lo occidental como caldo de cultivo. En los últimos años se ha reforzado una narrativa crítica hacia los valores occidentales: colonialismo, imperialismo, racismo histórico, patriarcado, opresión cultural, etc. Estas críticas dejan de tener cualquier fundamento cuando se transforman en generalizaciones absolutas, o cuando se asocia lo “occidental” con opresión pura sin matices, sin reconocer también los valores que han nacido, se han desarrollado y mantienen una tradición de derechos humanos, libertad individual, estado de derecho, democracia liberal, pluralismo. Cuando estos valores son demonizados o se les imputa como origen del mal en bloque, se crea un ambiente cultural que justifica implícita o explicitamente que quienes representan esos valores —o quienes se identifican con ellos— sean vistos como culpables, como “otros”, como víctimas posibles de rechazo, agresión o discriminación.

 

4. Consecuencias sociales y políticas. Se erosiona la convivencia. Cuando se le enseña a la sociedad, por acción o por omisión, que ciertos grupos merecen más simpatía, protección o justicia que otros dependiendo de su raza o etnia, se fractura el tejido social y se alienta la polarización política. Los actores políticos que sacan rédito de este tipo de narrativas (blancos o no blancos) tienen incentivos para acentuar diferencias, llamar al resentimiento, posicionarse en torno a identidades raciales, no a ciudadanos con derechos iguales. Se favorece la justificación del odio. Si ciertos crímenes se minimizan, se relativizan, se silencian, quienes padecen discriminaciones menos visibles pueden sentirse abandonados, injustamente tratados, lo que alimenta resentimientos.

 

Algunas voces éticamente indecentes, ideológicamente fanatizadas e intelectualmente inútiles sostienen que la idea de “racismo antiblanco” es exagerada, que las víctimas blancas no sufren discriminación sistemática, que el poder cultural, económico y político suele estar en manos de blancos en muchos países, por lo que no hay un racismo “al revés” en el sentido estructural. Pero estas afirmaciones no pueden ocultar que sí existan actos de odio, de discriminación, de violencia dirigidos a blancos, que el reconocimiento de esos actos no resta legitimidad a las denuncias del racismo sufrido por las personas de otras etnias y que una sociedad justa debe proteger a todos igualmente, sin sesgos, sin jerarquías morales implicitas que hagan que ciertas vidas importen menos.

 

El antídoto no está en caer en otro extremo —no es promover un victimismo blanco, sino la equidad del reconocimiento; no es negar los problemas reales del racismo tradicional —sino expandir la atención al racismo en todas sus formas. Algunas cuestiones a tener en cuenta:

 

  • Los medios de comunicación han de ser responsables: cubrir los crímenes de odio con equidad, sin sesgos ideológicos o identitarios, verificando los hechos, pero sin filtrar según quién sea la víctima y el agresor.

 

  • Legislación y aplicación de la ley: asegurar que en los delitos de odio se consideren todos los grupos, que se investiguen y sancionen los casos, independientemente de la raza del agresor o la víctima.

 

  • Educación: promover en escuelas valores de respeto mutuo, empatía, conocimiento de la historia completa (incluso de la historia europea, occidental; de los valores democráticos; de la diversidad interna de Occidente). Evitar narrativas simplistas que presenten una dicotomía “occidente-malo” versus “otros-buenos”.

 

El asesinato de Iryna Zarutska debe situarnos ante una verdad para muchos insospechada e incómoda: el racismo no es un fenómeno monocromático, no se limita a una “dirección”. Cuando una sociedad permite que ciertos crímenes sean amplificados y otros enterrados por negligencia, conveniencia o ideología, su propia integridad moral se resquebraja.

 

Occidente debe recuperar el respeto por todas sus vidas, por todas sus víctimas, sin jerarquías de dolor. Porque la justicia que se otorga por selección no es justicia, y el reconocimiento que se concede sólo a algunos victimarios no resta del deber que se tiene de proteger a todos.

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