Trum, Meloni, Milei
Los patriotas disidentes toman la ONU y se convierten en los arquitectos de un nuevo orden mundial
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La escena tenía todos los elementos de un giro histórico: Donald Trump estrecha la mano de Javier Milei en los pasillos de la ONU mientras Giorgia Meloni observa desde unos metros de distancia, con esa sonrisa de seducción política sofisticada que ha perfeccionado desde que llegó al Palazzo Chigi. El aire en Nueva York olía a revolución.
No era casualidad que estos tres líderes convergieran en el epicentro del globalismo institucional. Trump había llegado con un mensaje claro: "El globalismo que ha alimentado conflictos y caos interminables alrededor del mundo debe ser rechazado completamente". Milei, el economista convertido en cruzado libertario, todavía tenía fresco su arrasador discurso en Davos donde había proclamado que "Davos había comenzado a desmoronarse". Y Georgia Meloni, la primera ministra italiana, traía en su equipaje intelectual la crítica más sofisticada al proyecto globalista que Europa había escuchado en décadas.
Hace apenas dos años, estos tres personajes habrían sido considerados disidentes en los pasillos del poder global. Milei era visto como un excéntrico profesor que gritaba contra el establishment desde los márgenes de la política argentina. Trump era un expresidente en el exilio político, luchando contra causas judiciales. Meloni era la líder de un partido que muchos consideraban demasiado radical para gobernar Italia.
Pero septiembre de 2025 los encontró transformados en los arquitectos de un nuevo consenso. Como había dicho Milei en Davos: "Ya no me siento solo al hacer estas proclamaciones en el escenario mundial. Me han acompañado personas afines de gran fortaleza: desde Donald Trump hasta Giorgia Meloni y Viktor Orbán".
La metamorfosis había sido gradual pero implacable. Donald Trump regresó a Washington con un mandato claro para desmantelar lo que consideraba las estructuras opresivas del globalismo. En su discurso ante la ONU, fue categórico: "Todo el concepto globalista de pedir a las naciones industrializadas y exitosas que se inflijan dolor a sí mismas y disrumpan radicalmente sus sociedades debe ser rechazado completamente".
Milei había llegado a Nueva York como el profeta más elocuente de esta nueva ortodoxia. Su cruzada contra lo que llamaba "el virus mental de la ideología woke" había encontrado eco en capitales que jamás habrían considerado al presidente argentino como un referente intelectual.
"No somos los únicos que estamos tomando las decisiones difíciles que este momento demanda. El presidente Trump también entiende que es el momento de revertir una dinámica que estaba llevando a Estados Unidos a una catástrofe", declaró Milei ante la Asamblea General, en lo que sonó más a una declaración de una alianza estratégica que a un simple discurso diplomático.
La audacia del momento era palpable. Aquí estaba el presidente de una potencia media latinoamericana, tradicionalmente relegada a los discursos de relleno en la ONU, citando como aliado estratégico al hombre más poderoso del mundo y hablando de "revertir dinámicas" globales como si fuera el arquitecto de una nueva era.
Meloni jugaba un papel más sofisticado en esta troika anti-establishment. Mientras Trump y Milei disparaban con artillería pesada contra el consenso de Davos, la primera ministra italiana disecaba el sistema con bisturí de cirujano. Su diagnóstico era letal en su precisión: "La UE está cada vez más condenada a la irrelevancia geopolítica, incapaz de responder eficazmente a los desafíos de competitividad planteados por China y Estados Unidos".
Pero Meloni no se limitaba a la crítica. En sus encuentros privados con Trump y Milei, había desplegado una visión alternativa: un Occidente que defendiera sus valores fundamentales sin caer en la "oikofobia" - el término del filósofo conservador Roger Scruton para describir "la aversión al propio hogar".
El punto de inflexión llegó cuando los tres líderes se reunieron en una sala lateral de la sede de la ONU. No había cámaras, no había comunicados de prensa oficiales, pero los asistentes que estuvieron presentes describieron la atmósfera como "eléctrica".
Trump había llegado con datos concretos: "Cuatro meses consecutivos con cero inmigrantes ilegales entrando a nuestro país", como prueba de que sus políticas funcionaban. Milei presentó los números de su ajuste económico en Argentina como evidencia de que el modelo de libre mercado radical podía implementarse incluso en países tradicionalmente estatistas. Meloni aportó la legitimidad europea y una hoja de ruta para extender estas ideas al continente.
Lo que emergió de esa reunión no fue una declaración formal, sino algo más sutil y potente: un entendimiento. Los tres líderes habían llegado a la conclusión de que el momento histórico demandaba una ruptura definitiva con el consenso post-Guerra Fría.
La primera señal llegó días después, cuando Milei anunció el retiro de Argentina de la OMS, siguiendo el ejemplo de Trump. No era solo una decisión de política sanitaria; era una declaración de independencia del multilateralismo tradicional.
Trump intensificó su retórica comercial, prometiendo aranceles punitivos para cualquier país que no se alineara con su visión de "America First". Meloni, más cautelosa pero no menos decidida, comenzó a hablar de una Europa que debía "hacer menos pero hacerlo mejor", un eufemismo elegante para desmantelar la burocracia de Bruselas.
Mientras escribo este reportaje, Trump, Milei y Meloni siguen siendo los protagonistas de la escena internacional. Sus críticos los acusan de haber sembrado el caos en el orden mundial. Sus defensores celebran que hayan devuelto el poder a las naciones y a los ciudadanos.
La historia juzgará si septiembre de 2025 marcó el fin de la globalización tal como la conocíamos o simplemente su transformación hacia algo diferente. Lo que es indiscutible es que tres líderes que llegaron a la política como outsiders consiguieron, en una serie de encuentros en los pasillos de la ONU, redefinir las reglas del juego global.
En una época donde el cambio parecía imposible, ellos demostraron que la historia sigue escribiéndose en las salas donde se toman las decisiones. Y que a veces, los disidentes de ayer se convierten en los arquitectos del mañana.
La escena tenía todos los elementos de un giro histórico: Donald Trump estrecha la mano de Javier Milei en los pasillos de la ONU mientras Giorgia Meloni observa desde unos metros de distancia, con esa sonrisa de seducción política sofisticada que ha perfeccionado desde que llegó al Palazzo Chigi. El aire en Nueva York olía a revolución.
No era casualidad que estos tres líderes convergieran en el epicentro del globalismo institucional. Trump había llegado con un mensaje claro: "El globalismo que ha alimentado conflictos y caos interminables alrededor del mundo debe ser rechazado completamente". Milei, el economista convertido en cruzado libertario, todavía tenía fresco su arrasador discurso en Davos donde había proclamado que "Davos había comenzado a desmoronarse". Y Georgia Meloni, la primera ministra italiana, traía en su equipaje intelectual la crítica más sofisticada al proyecto globalista que Europa había escuchado en décadas.
Hace apenas dos años, estos tres personajes habrían sido considerados disidentes en los pasillos del poder global. Milei era visto como un excéntrico profesor que gritaba contra el establishment desde los márgenes de la política argentina. Trump era un expresidente en el exilio político, luchando contra causas judiciales. Meloni era la líder de un partido que muchos consideraban demasiado radical para gobernar Italia.
Pero septiembre de 2025 los encontró transformados en los arquitectos de un nuevo consenso. Como había dicho Milei en Davos: "Ya no me siento solo al hacer estas proclamaciones en el escenario mundial. Me han acompañado personas afines de gran fortaleza: desde Donald Trump hasta Giorgia Meloni y Viktor Orbán".
La metamorfosis había sido gradual pero implacable. Donald Trump regresó a Washington con un mandato claro para desmantelar lo que consideraba las estructuras opresivas del globalismo. En su discurso ante la ONU, fue categórico: "Todo el concepto globalista de pedir a las naciones industrializadas y exitosas que se inflijan dolor a sí mismas y disrumpan radicalmente sus sociedades debe ser rechazado completamente".
Milei había llegado a Nueva York como el profeta más elocuente de esta nueva ortodoxia. Su cruzada contra lo que llamaba "el virus mental de la ideología woke" había encontrado eco en capitales que jamás habrían considerado al presidente argentino como un referente intelectual.
"No somos los únicos que estamos tomando las decisiones difíciles que este momento demanda. El presidente Trump también entiende que es el momento de revertir una dinámica que estaba llevando a Estados Unidos a una catástrofe", declaró Milei ante la Asamblea General, en lo que sonó más a una declaración de una alianza estratégica que a un simple discurso diplomático.
La audacia del momento era palpable. Aquí estaba el presidente de una potencia media latinoamericana, tradicionalmente relegada a los discursos de relleno en la ONU, citando como aliado estratégico al hombre más poderoso del mundo y hablando de "revertir dinámicas" globales como si fuera el arquitecto de una nueva era.
Meloni jugaba un papel más sofisticado en esta troika anti-establishment. Mientras Trump y Milei disparaban con artillería pesada contra el consenso de Davos, la primera ministra italiana disecaba el sistema con bisturí de cirujano. Su diagnóstico era letal en su precisión: "La UE está cada vez más condenada a la irrelevancia geopolítica, incapaz de responder eficazmente a los desafíos de competitividad planteados por China y Estados Unidos".
Pero Meloni no se limitaba a la crítica. En sus encuentros privados con Trump y Milei, había desplegado una visión alternativa: un Occidente que defendiera sus valores fundamentales sin caer en la "oikofobia" - el término del filósofo conservador Roger Scruton para describir "la aversión al propio hogar".
El punto de inflexión llegó cuando los tres líderes se reunieron en una sala lateral de la sede de la ONU. No había cámaras, no había comunicados de prensa oficiales, pero los asistentes que estuvieron presentes describieron la atmósfera como "eléctrica".
Trump había llegado con datos concretos: "Cuatro meses consecutivos con cero inmigrantes ilegales entrando a nuestro país", como prueba de que sus políticas funcionaban. Milei presentó los números de su ajuste económico en Argentina como evidencia de que el modelo de libre mercado radical podía implementarse incluso en países tradicionalmente estatistas. Meloni aportó la legitimidad europea y una hoja de ruta para extender estas ideas al continente.
Lo que emergió de esa reunión no fue una declaración formal, sino algo más sutil y potente: un entendimiento. Los tres líderes habían llegado a la conclusión de que el momento histórico demandaba una ruptura definitiva con el consenso post-Guerra Fría.
La primera señal llegó días después, cuando Milei anunció el retiro de Argentina de la OMS, siguiendo el ejemplo de Trump. No era solo una decisión de política sanitaria; era una declaración de independencia del multilateralismo tradicional.
Trump intensificó su retórica comercial, prometiendo aranceles punitivos para cualquier país que no se alineara con su visión de "America First". Meloni, más cautelosa pero no menos decidida, comenzó a hablar de una Europa que debía "hacer menos pero hacerlo mejor", un eufemismo elegante para desmantelar la burocracia de Bruselas.
Mientras escribo este reportaje, Trump, Milei y Meloni siguen siendo los protagonistas de la escena internacional. Sus críticos los acusan de haber sembrado el caos en el orden mundial. Sus defensores celebran que hayan devuelto el poder a las naciones y a los ciudadanos.
La historia juzgará si septiembre de 2025 marcó el fin de la globalización tal como la conocíamos o simplemente su transformación hacia algo diferente. Lo que es indiscutible es que tres líderes que llegaron a la política como outsiders consiguieron, en una serie de encuentros en los pasillos de la ONU, redefinir las reglas del juego global.
En una época donde el cambio parecía imposible, ellos demostraron que la historia sigue escribiéndose en las salas donde se toman las decisiones. Y que a veces, los disidentes de ayer se convierten en los arquitectos del mañana.